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II. LA REFORMA DEL RÉGIMEN POLÍTICO
Al iniciarse la Tercera Ola en América Latina el espectro del parlamentarismo recorría la región. Durante las
décadas de 1970 y 1980, la mayoría de la discusión académica acerca de las razones que llevaron al colapso de los
sistemas democráticos a nivel regional en décadas anteriores, se centraron en la importancia del régimen político y
electoral (Linz y Stepan, 1978; Linz, 1990; Di Palma, 1990; Linz y Valenzuela, 1994). Específicamente se afirmaba que el presidencialismo
contribuía a los problemas de gobernabilidad, lo que se suponía se podía obviar o manejar mejor en un sistema parlamentario.
La combinación de sistemas presidenciales con sistemas de representación proporcional, muy común en América Latina, se
decía, era la peor de todas las conocidas. Se señalaba en este sentido que si las nuevas democracias querían mejorar sus
posibilidades de supervivencia y afianzar su estabilidad debían efectuar una segunda transición, es decir además de transitar
del autoritarismo a la democracia debían pasar del presidencialismo al parlamentarismo. Sin embargo, esta pesimista valoración
académica del presidencialismo no quedó inmune a la crítica empírica y teórica (Shugart y Carey, 1992; Sartori,
1994; Mainwaring, 1990; Shugart y Mainwaring, 1997).
Pero más allá de este debate académico acerca de las perspectivas de la democracia presidencialista en América
Latina, lo cierto es que, en los hechos, ninguna de las nuevas democracias latinoamericanas ha adoptado hasta ahora formas de gobierno
parlamentarias ni semipresidencialistas, si bien existen países cuyas constituciones contemplan rasgos semiparlamentarios o
semipresidencialistas, tales como la censura de ministros y la posibilidad del ejecutivo de disolver el parlamento como respuesta a esta medida
(Uruguay 1966, Guatemala 1985, Colombia 1991, Perú 1993, Argentina 1994, Ecuador 1998 y Venezuela 1999, entre otras contemplan una o ambas
medidas). Sin embargo, en los pocos casos en que este tema se discutió a fondo la opción en favor de un cambio de régimen
político fracasó. El caso más paradigmático es el rechazo popular al parlamentarismo, sometido a referéndum en
Brasil en 1993. Hoy en día este tema no suscita mayor interés entre los países de la región, salvo la reciente
propuesta del Presidente de Costa Rica, Miguel Ángel Rodríguez de llevar a cabo una reforma dirigida a adoptar un sistema
semipresidencial. En suma, la mayor parte de los países de América Latina siguen contando hoy, pese a la gran cantidad de reformas
registradas, con la combinación (¿nefasta?) de presidencialismo y representación proporcional.
Frente a la evidencia de que en América Latina el presidencialismo es un factum, el debate se ha desplazado en los últimos
años en una doble dirección. Por un lado, hacia la constatación de que el presidencialismo latinoamericano dista de ser
uniforme, existiendo por el contrario una rica variedad de diseños institucionales y, por el otro, en el estudio particular de los diversos
mecanismos y fórmulas que le permiten al presidencialismo funcionar con mayor fluidez y eficacia.
En suma, en materia de régimen político no ha habido cambios formales significativos en la región. Todos los
países siguen siendo presidenciales, si bien con diferencias formales importantes entre ellos y con cambios en el funcionamiento de hecho,
como ocurre con los llamados presidencialismos de coalición que hoy caracterizan la casi totalidad de los países
sudamericanos.
Tampoco ha habido cambios en lo que refiere al carácter federal o unitario de los Estados (4 federales -México, Argentina, Brasil
y Venezuela- y 14 unitarios) pero sí numerosos intentos -con suerte diversa- en materia de descentralización. Cabe registrar eso si
una incipiente tendencia a pasar de sistemas bicamerales a unicamerales (entre ellos Perú en 1993 y Venezuela en 1999) en dos proyectos
semi-autoritarios como el de Fujimori y Chávez con el objetivo de asegurar mayoría parlamentaria.
A nuestro juicio, lo más importante para la gobernabilidad y estabilidad de los sistemas democráticos radica en las variaciones
institucionales propias de cada tipo de régimen, así como en los contextos sociales y políticos más amplios en que
éstos operan. Asimismo, y aunque no está directamente vinculada con la configuración constitucional o legal del sistema, la
estructura y características del sistema de partidos constituye otro elemento cuyas múltiples formas pueden incidir profundamente en
la dinámica de todo régimen democrático. En efecto, la cantidad de partidos con representación en el congreso, la
estabilidad de la competencia entre los partidos y el grado de arraigo que estos tienen en la sociedad, pueden afectar, junto a otros importantes
factores, la calidad de la representación política y las posibilidades de mantener relaciones armoniosas entre el ejecutivo y el
parlamento.
Cabe señalar que las instituciones políticas no constituyen el único conjunto de factores que afectan el desempeño
de los sistemas democráticos (ni necesariamente el más importante). Existe un sinnúmero de factores institucionales que
moldean la operación de todo sistema democrático, a pesar de su respectiva estructura constitucional. Entre estos factores figuran
los siguientes: el grado de desarrollo social y económico, la intensidad de las divisiones étnicas, religiosas y
socioeconómicas, la propensión de la ciudadanía para la asociación y la cooperación y las presiones
políticas y económicas que ejercen la comunidad internacional. Influye, también la calidad del liderazgo político.
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