¿Por qué las crisis políticas en América Latina abren camino a una insatisfacción con la democracia?
Hay un grado de preocupación creciente en Latinoamérica. Cuando se reinstaló la democracia todo era optimismo, y además se hablaba de las bondades de la apertura económica, de la globalización y se
preveía un alto crecimiento económico. Pero lo que hemos visto ahora es bien distinto: hay una base depresiva en lo económico, la globalización ha traído una alta volatilidad en los capitales, y hay una creciente
insatisfacción por una situación social que es difícil. Todo ello, luego, revierte contra la democracia...
Esto es un poco injusto porque, digamos, “cargarle a la columna del debe” de la democracia las dificultades económicas es un razonamiento que no es correcto, pero es un hecho. La gente se fatiga de los políticos, luego
también cree que se está fatigando de la democracia, y ello genera un peligro de ingobernabilidad: populismo, soluciones por fuera de los partidos, disgregación. Esta oleada, que podríamos llamar “oleada
antipolítica”, tiene un efecto positivo por el deseo de cambio, de lucha contra la corrupción, de mejora de las costumbres políticas... Pero hay que tomarla con cuidado, porque si no mantenemos a los partidos fuertes,
organizados y jugando el rol que les corresponde, corremos riesgos de gobernabilidad.
¿Y qué es lo que se puede hacer, desde la política o desde el análisis de la misma, para que esta “oleada antipolítica” no nos conduzca a una realidad peor?
Un primer problema es establecer que una actitud frente a la llamada “clase política” no necesariamente debería decir que la gente descree de la democracia. En todo caso, lo que sí es cierto y ocurre en todo el
continente, es un proceso de dispersión en los partidos políticos, lo que trae aparejado una política más efectista. Me parece que allí hay un riesgo, porque el populismo tiene un efecto desestabilizador, pero
también puede ser el comienzo de una nueva frustración, aún mayor.
La única respuesta posible en esta materia es la de una actitud razonable: hay que entender las limitaciones del sistema político, no cargarle demasiado la mano a los efectos puramente macroeconómicos -que tienen otras razones
de ser-, y canalizar el deseo de cambio, que es evidente en toda Latinoamérica. La respuesta no puede ser la marcha atrás: nadie puede decir que era mejor el pasado que lo que tenemos ahora. Y los políticos tienen que colocar el
oído sobre la tierra para amoldarse a un deseo de cambio, de estándares éticos más altos.
En estos momentos hay en América Latina varios procesos de debate sobre la reforma de la política y las instituciones electorales. ¿Cómo evalúa Ud esto, qué denominadores comunes encuentra?
Las líneas de trabajo son bastantes semejantes y tienen que ver con esto que acabamos de decir. Naturalmente hay escollos, en distintos sitios, pero tienen un carácter particular. En el caso de Colombia, por ejemplo, se
intentó un referéndum para introducir la reforma política, pero en el momento en que el Gobierno lo planteó ya había transcurrido más de un año en el poder y las condiciones eran adversas, se
generó una reacción por parte de los partidos tradicionales, y una idea que nació con apoyo popular se fue diluyendo. Una primera lección que esto deja, es que en nuestros regímenes presidencialistas los intentos de
reforma que quieren promover los presidentes nuevos deben hacerse rápidamente, en ese período de “luna de miel” o “cien días de franquicia” que tienen los gobiernos para tocar grandes temas.
En segundo lugar, tampoco hay que caer en la tentación del maximalismo. A veces queremos cambiarlo todo de una sola plumada, y luego las reacciones que se generan y los intereses que se entrecruzan dificultan la tarea. Cosas pequeñas
producen grandes cambios en los temas electorales: por ejemplo, la configuración de las listas, la democratización interna de los partidos, o la institución del tesorero único en el financiamiento de las campañas,
que son cosas aparentemente técnicas y hasta humildes, pueden cambiar las costumbres de una manera asombrosa.
La ley no resuelve todo pero tampoco hay que desdeñarla. Es un instrumento muy importante de cambio y particularmente tiene una tarea educativa, que es la de generar una nueva cultura. Nuevos valores cada vez más exigentes, que
tienen que ser reinterpretados y asumidos por los políticos.
¿Cómo definiría la agenda de los tres valores de una reforma política - gobernabilidad, representación, participación- para América Latina?
En primer lugar, hay un gran problema de representatividad, universal en el subcontinente. Pasa una cosa asombrosa, por lo menos en mi país, Colombia: 15 millones de ciudadanos eligen un Congreso, y al día siguiente pareciera que ese
Congreso no representara a nadie. Todo el mundo empieza a denigrar a los congresistas, y por otra parte los congresistas cometen muchos errores y hacen demasiadas acusaciones. Pero es evidente que el esquema de representatividad está resentido
porque por alguna razón, después de la jornada electoral se va generando un vacío, una falta de comunicación y una pérdida progresiva de legitimidad política.
En segundo lugar está el problema de la participación. Se han fomentado esquemas de democracia directa, como los referendos y las consultas populares, pero lo cierto es que todavía los niveles de interés siguen siendo
bajos. En el caso colombiano, aunque la Constitución del 91 es abundante en este tipo de mecanismos, en la práctica no se han podido usar o surgen escollos. También hay una resistencia al cambio: el propio organismo electoral
exige demasiadas cosas burocráticas que imposibilitan el deseo de cambio. No podemos decir que estamos plenamente en una democracia participativa: hay cierta apatía y algún desdén de la opinión pública, que
sólo se entusiasma de cuándo en cuándo, sin un hábito de la participación aún.
En materia de gobernabilidad, allí es donde pienso yo que están en este momento los mayores interrogantes. Esa oleada de insatisfacción está caminado por todas partes, y nos llama a solidificar nuestras
instituciones.
También es necesario, en mi opinión, un esquema internacional que se ajuste más a nuestras necesidades y las de nuestro sistema económico. Por ejemplo, a mi me parece criticable que todavía haya altas dosis de
proteccionismo en la agricultura de los países desarrollados, que nos sacan del mercado, ya que allí es donde comienzan los quebrantos económicos que luego revierten en lo político. Como es también el caso de la
volatilidad de los capitales, que simplemente van de un sitio a otro sin generar una riqueza más estable, que han padecido distintos países como ahora la padece Argentina. Es evidente que nosotros, los latinoamericanos, tenemos
responsabilidad en lo que nos está ocurriendo pero también creo que hay un esquema internacional que debiera tomar mayor consideración sobre las realidades económicas de nuestro continente. Por ejemplo, la crisis del
café que afecta a varios países de Latinoamérica, surje de la caída absurda de los precios internacionales que en buena medida proviene de decisiones que se han tomado con fondos de la banca multilateral para generar una
expansión de los cultivos. Hay una responsabilidad de los países del primer mundo en tomar mayor conciencia sobre estos problemas.
Respecto del financiamiento de los partidos políticos, ¿cuáles serían los lineamientos básicos que deberían seguir los países latinoamericanos?
En este campo se han logrado ciertos consensos en la arquitectura legal: financiamiento mixto -subsidio público que coexiste con dinero de donaciones particulares-; un régimen de transparencia que implique la obligación de
decir cuál es el origen y el destino de los fondos; también se abre paso la idea de que debe haber controles en el gasto -topes máximos en el costo de las campañas y las propias donaciones para evitar la excesiva presencia
de los magnates en las decisiones políticas. Hay consensos sobre todo ello y creo que vamos caminando correctamente. Pero en la realidad, esto es un poco periférico, porque detrás de la armadura legal lo que uno encuentra es que
los organismos de control a veces son impotentes, están insuficientemente dotados y sin presupuesto, y nadie se ocupa realmente de ellos.
También hay una gran fuente de financiación indirecta de la política que es el “clientelismo”, consistente en convertir los bienes del estado -como el cupo para estudiar en las escuelas, o las camas de los
hospitales- en un instrumento para conseguir y mantener votos, que es la cara oculta de la luna de la democracia, sobre la que hay que trabajar mucho más. Por eso, la labor debe congregar la labor de los medios de comunicación, con su
gran capacidad de transmisión de ideas, de generación de estándares éticos y de denuncia, y a las organizaciones no gubernamentales, cuyo verdadero papel debe ser el del fiscal ciudadano, activando los resortes de la
ciudadanía. Los organismos internacionales también tienen un papel que jugar: muchas veces la financiación del Banco Mundial o del BID viene acompañada de la necesidad de cambios estructurales y del propio quehacer
político. La ley es importante, las instituciones de control son importantes, estudiar los problemas también lo es..., pero no hay que olvidar la realidad, que casi siempre va mucho más allá. El camino que nos falta
recorrer es aún larguísimo.
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