La dinámica del proceso político en
México
Por Arturo Núñez Jiménez
[4 de Enero de 2004]
Al iniciarse la segunda mitad de la gestión
gubernamental del Presidente Vicente Fox, se tiene más que
acreditado el hecho de que ninguno de los actores
políticos ha estado a la altura de las circunstancias, en
la nueva realidad política nacional surgida a partir de
los comicios del 2 de julio del año 2000.
Como es de recordarse, en aquella fecha la ciudadanía
ordenó con su voto la alternancia de partidos en la
titularidad del Poder Ejecutivo Federal y la integración
de las Cámaras del Congreso de la Unión sin
mayorías absolutas preconstituidas por una sola fuerza
partidista. Las elecciones del 6 de julio del 2003 ratificaron la
decisión de los mexicanos de mantener a la Cámara
de Diputados sin que un grupo parlamentario tuviera por sí
sólo la mitad más uno de los legisladores.
Cada una de esas decisiones por sí misma representa
desafíos inéditos para el sistema de partidos y el
funcionamiento del sistema de gobierno: la alternancia en el
poder presidencial, por vez primera después de 71
años de hegemonía priísta, al cambiar el PAN
de partido de oposición a partido en el gobierno, y el PRI
en sentido contrario, puso a prueba la capacidad de ambas
organizaciones partidistas para asumir nuevos roles, lo que les
ha significado profundas y graves crisis de identidad. Y
Cámaras de Diputados y de Senadores en las que el partido
del Presidente no tiene ni tan siquiera mayoría relativa
-lo que los especialistas denominan ‘gobierno
dividido’ o ‘gobierno compartido’-, que se han
caracterizado en su trabajo propiamente legislativo por las
dificultades para construir acuerdos, por lo menos en lo que
tiene que ver con las llamadas ‘reformas
estructurales’.
El politólogo francés Maurice Duverger ha
destacado que “la separación de poderes depende, de
una parte, del diseño constitucional que exista, pero de
otra, y más importante, de la correlación de
fuerzas que hay en el parlamento”, y hace ver que un cambio
en dicha correlación “... puede ser tanto o
más importante para un cambio de régimen
político, que reformas constitucionales”.
En tal sentido resulta entendible que si un mismo partido
ocupa la Presidencia de la República y la mayoría
de los escaños en ambas Cámaras del Congreso, se
privilegie la colaboración entre los poderes Ejecutivo y
Legislativo, en ocasiones casi al punto de que se borre la
frontera entre ellos, porque ambos postulan y comparten un mismo
proyecto. En contrapartida, cuando no coinciden el partido que
ocupa la Presidencia y el que tiene mayoría absoluta en el
Congreso, o si ninguno la tiene -que es el caso actual en
México-, el conjunto o una parte de las fuerzas de
oposición pueden darle mayor énfasis a la
separación que a la colaboración entre dichos
poderes.
Giovanni Sartori es quizá quien ha estudiado más
profundamente las dinámicas que pueden darse en sistemas
pluripartidistas, que define como aquellos con tres o más
partidos relevantes para la toma de decisiones gubernamentales.
En cada caso las interrelaciones entre los partidos tienen que
ver no sólo con su número, sino también con
otros aspectos trascendentes, tales como: la distancia
ideológica, la cual se halla condicionada a si las
diferencias existentes tienen que ver con asuntos de fondo y
decisiones fundamentales, o únicamente con aspectos
instrumentales y de matices en las políticas
públicas; las estrategias de acción partidista que
generan las diferencias ideológicas, que pueden ser
centrípetas si son favorables al centro y a los acuerdos,
o centrífugas, si resultan desfavorables a ambos y
proclives a los extremos; las estructuras internas de los
partidos, que explican su funcionamiento, dependiendo si son
centralizadas o descentralizadas, rígidas o flexibles,
cohesionadas o dispersas, disciplinadas o indisciplinadas,
fuertes o débiles; y cómo son las relaciones entre
los propios partidos con sus respectivos grupos
parlamentarios.
A partir de todas esas categorías de análisis
por él propuestas, Sartori identifica tres
dinámicas posibles en los sistemas pluripartidistas con
tres partidos importantes: 1) la del pluripartidismo moderado,
donde de tres actores partidistas, dos se ponen de acuerdo para
cogobernar, y el tercero se opone: la dinámica que se
genera es bipolar en el eje gobierno-oposición, aunque
haya tres actores, y la resultante del proceso político es
la gobernabilidad; 2) la del pluripartidismo polarizado, en el
cual dos partidos acuerdan oponerse conjuntamente al que
está en el poder, no dejándolo gobernar: la
dinámica que surge de nueva cuenta es bipolar y el
resultado puede ser la ingobernabilidad; y 3) la del
pluripartidismo extremo, que se presenta cuando los actores
políticos no se ponen de acuerdo ni para cogobernar ni
para oponerse, habiendo apenas entendimientos y coincidencias
para reproducir en sus bases mínimas al sistema
político (como ejemplo, se autoriza el presupuesto anual y
se sacan adelante las leyes indispensables) pero no se toman
decisiones de mayor aliento y trascendencia que le den
dirección al proceso político nacional: la
dinámica que surge es multipolar y el resultado es
errático con tendencias anarquizantes.
Al día de hoy es difícil pronosticar cuál
será la dinámica que tome el sistema de partidos en
México, máxime cuando algunos de ellos enfrentan
desafíos a su unidad interna cuyo desenlace puede
llevarlos a situaciones muy diferentes a las que los caracterizan
actualmente. Con todo, de lo que se ha podido ver en los tres
años transcurridos, la dinámica sartoriana
más parecida es la que corresponde al pluripartidismo
extremo, la cual, de confirmarse como tendencia firme, no
sería una buena noticia para el futuro del país,
salvo que los propios actores políticos decidieran otra
cosa, lo que sería lo más deseable para el bien de
México.
Abona en la dirección de una dinámica de
pluripartidismo extremo -que corresponde por excelencia al mal
funcionamiento del régimen presidencial con
pluripartidismo-, el hecho de que las reformas de fondo que
requiere el país no han sido aprobadas, independientemente
del contenido de cada una de ellas, o del juicio de valor sobre
dichos contenidos con el que cada quien los evalúe. Lo
cierto es que no ha sido posible sacar adelante la reforma fiscal
requerida, la reforma eléctrica, la reforma laboral, ni
los distintos temas incluidos en la reforma del Estado, por
sólo citar las más significativas.
Quizá como ningunas otras las reformas fiscal y
eléctrica ponen de manifiesto la mala dinámica que
signa hoy el proceso político nacional: al Gobierno no se
le proporcionan mayores recursos por la vía impositiva
para que pueda financiar sanamente los programas que le permitan
atender muchas de las crecientes demandas sociales que enfrenta,
lo que llevaría a liberar de cargas fiscales
cuasiconfiscatorias a muchas empresas públicas, las cuales
estarían así en condiciones de invertir en el
mantenimiento adecuado de sus instalaciones y la expansión
de sus actividades -como en el caso de la Comisión Federal
de Electricidad-, pero tampoco se permite la apertura del sector
eléctrico a la inversión privada, y más
aún se pone en duda lo hecho en la materia desde 1992 sin
llegar a solución alguna, todo lo cual coloca al
país en el peor de los mundos posibles en relación
con este asunto prioritario.
Si bien hay otros frentes en los que sería necesario
actuar, entre los más evidentes, los de reducir
sustancialmente la evasión y la elusión fiscales,
incrementar en consecuencia la recaudación tributaria,
racionalizar el gasto corriente del Gobierno Federal que ha
crecido significativamente el último trienio y distribuir
de mejor manera, las facultades y recursos entre los tres
órdenes de gobierno, -asunto que seguramente será
abordado en la Convención Nacional Hacendaria-,
también resulta claro que si no se eleva el coeficiente de
tributación, que es uno de los más bajos en el
mundo, siempre será más fácil, pero
también más irresponsable, apostarle a un mayor
precio del petróleo, recurso natural no renovable que por
ese sólo hecho debía ser compartido con varias
generaciones de mexicanos y no sólo entre las actuales. La
disponibilidad de mayores ingresos públicos, de cara a los
problemas actuales de nuestro financiamiento para el desarrollo y
los requerimientos futuros en materia de pensiones, constituye
una necesidad objetiva de la nación, independientemente
del partido que la gobierne.
Los teóricos de la política han sostenido que
tanto la permanencia de un mismo partido en el poder, como la
alternancia entre partidos, son expresiones igualmente
democráticas, a condición de que reflejen en forma
libre y auténtica la voluntad de la mayoría
ciudadana. Sin embargo, algunos de ellos -como Hans Kelsen-,
consideran que la alternancia tiene un valor agregado sobre la
permanencia de una misma opción durante mucho tiempo, en
relación con el comportamiento que cada una de ellas
genera en las oposiciones.
Así, se argumenta que el hecho de que un solo partido
se mantenga en el poder durante un largo período -que fue
el caso de México-, tiende a generar oposiciones
irresponsables que asumen que nunca van a llegar a ser gobierno
y, por lo tanto, no tienen incentivo alguno en cooperar con quien
gobierna. Al suponer que sólo si le va mal al partido en
el poder la oposición podrá avanzar, la
irresponsabilidad de ésta comienza con la superoferta en
las campañas electorales porque estima que no va a
triunfar y no tendrá que cumplir promesa alguna, y
continúa en la no construcción de acuerdos con el
Gobierno si no tiene mayoría legislativa para sacar
adelante sus programas -que es ahora el caso de
México-.
Se afirma también que, a diferencia de la permanencia
de un partido en el poder, la alternancia entre partidos crea
incentivos para que la oposición coopere con quien
gobierna, lo cual genera una dinámica de
corresponsabilidad entre los actores políticos, porque
sabiéndose todos ellos con posibilidades de triunfo en la
próxima elección, se autocontienen, atemperando su
radicalismo irresponsable y la forma de oponerse al que
está en el poder. Quieren un trato similar cuando a ellos
les toque gobernar, razón más que suficiente para
cooperar.
¿Se corresponde ésto que dice la teoría
de la democracia con la forma cómo está debutando
la alternancia en México? Lamentablemente no. Aquí,
lejos de propiciar la corresponsabilidad entre los partidos
políticos, el relevo de uno de ellos por otro en la
Presidencia de la República ha devenido en ajustes mutuos
de cuentas: el PAN desde el Gobierno está empeñado
en demostrar el carácter corrupto y represor de los
gobiernos priístas; y el PRI, ahora en la
oposición, en negar el voto a las iniciativas del gobierno
panista en relación con las políticas
públicas -fiscal, eléctrica, etc...-, que antes
impulsaba desde el poder.
Por su parte, el PRD, si bien es el actor que ha mantenido
mayor congruencia en sus posiciones independientemente del juicio
de valor que merezcan, parecería apostar su futuro al
choque entre PAN y PRI, sin valorar suficientemente la necesidad
objetiva de que el Gobierno Federal cuente con mayores recursos,
indispensables incluso para financiar sanamente las
políticas públicas de corte social que promueven
los gobernantes surgidos de sus filas. Es de recordarse al
respecto que la falta de recursos financieros impidió
alcanzar varios de los objetivos contemplados en el Proyecto
Nacional de la Revolución Mexicana, por más nobles,
justicieros y deseables que eran.
Siendo preocupantes estos comportamientos porque impiden las
decisiones que exige nuestro desarrollo integral, lo son
doblemente porque en la actual etapa fundacional de un nuevo
régimen político en México están
sentando precedentes que no auguran nada bueno para el futuro.
Así, de seguir esta dinámica perversa en el proceso
político nacional, suponiendo sin conceder como dicen los
abogados, si el PRI recupera la Presidencia en el 2006, entonces
sería el turno del PAN para obstruir la toma de
decisiones, incidiendo en que el país continúe a la
deriva; de ser el PRD el triunfador en los próximos
comicios presidenciales, el PAN y el PRI serían quienes
bloquearían sus iniciativas. Y así hasta el
infinito, en un juego de poder donde lo que menos
importaría serían los intereses superiores de la
nación.
Para que no se perpetúe esta mala dinámica,
bastaría tomar en consideración que en medio de las
muchas incertidumbres que hoy tenemos sobre el futuro de
México -unas deseables, las propias de la democracia;
otras no tanto-, deberíamos todos tener una certeza
derivada de lo que viene ocurriendo: durante muchos años
el país no va a ser gobernado por una sola fuerza
política- y qué bueno que así sea, porque ya
no es lo deseable-. Hacen un mal cálculo sobre el futuro
nacional quienes suponen la reconstitución de la
hegemonía del PRI o su sustitución por la
hegemonía de otro partido.
Lo que los datos duros de las elecciones nos demuestran es
cada vez en mayor medida la fragmentación del voto
ciudadano, sobre todo entre los tres partidos con mayor
implantación nacional como los conocemos hasta ahora. Lo
más probable es que cada seis años vamos a tener
Presidente de la República elegido con menos sufragios y
Cámaras del Congreso sin mayorías absolutas o
calificadas preconstituidas. Ante tal panorama, sólo
mediante la construcción de acuerdos será posible
sacar adelante al país. Sin las fuerzas políticas
persisten en no procesar productivamente las diferencias en el
Congreso, se condenaría a México al estancamiento,
sino es que al retroceso, precisamente cuando el mundo cambia
constante y vertiginosamente en el marco de la
globalización. Y no sólo eso: en el ámbito
estricto de lo político la población se
desencantará, no sólo del gobierno en turno, sino
también, lo que es más grave, de la democracia, con
el riesgo de que surjan tentaciones autoritarias.
Recordemos que en algunos países las situaciones a que
los llevaron sus respectivas clases políticas, crearon las
condiciones para que advenedizos llegarán al poder -los
llamados en inglés ‘outsiders’- que, cual
salvadores, en todos los casos han resultado peores soluciones
que los problemas que se propusieron superar. Y en Argentina el
reclamo generalizado ha sido: “que se vayan todos”.
Ojalá que partidos y políticos lo comprendan y en
México no suceda. El 2004, con todo y las contiendas por
la elección de diez gobernadores, es la última
oportunidad de este sexenio para recomponer las relaciones entre
las fuerzas políticas; posteriormente puede ser tarde: la
lucha por el poder hacia el 2006 -que por lo demás hace
tiempo que empezó polarizará en mayor grado el
acontecer político nacional.
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