Durante 22 años, comprendidos entre 1954 y 1976, el sistema mexicano de partidos estuvo formado por cuatro organizaciones políticas: el Partido Revolucionario Institucional (PRI), fundado desde 1929; el Partido Acción Nacional
(PAN), constituido en 1939; el Partido Popular Socialista (PPS), originalmente denominado Partido Popular en 1950 y Popular Socialista a partir de 1960; y el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM), registrado oficialmente
en 1954.
Ese sistema de partidos, estable en su número en esas más de dos décadas, hizo crisis en las elecciones federales de 1976, cuando un solo candidato presidencial con registro oficial concurrió a los comicios del mes de
julio. En efecto, postulado por el PRI, José López Portillo también lo fue por el PPS y el PARM, en tanto que el PAN, por primera y hasta ahora única vez en su historia, no presentó candidatura a la Presidencia de
la República, producto de las divisiones internas que lo aquejaban en aquel entonces.
Es cierto que hubo otros candidatos, como Valentín Campa, postulado por el Partido Comunista Mexicano (PCM), pero el hecho de que esa organización no contaba con registro legal invalidó oficialmente su participación en
la contienda.
Las elecciones federales de aquel año, con un único candidato presidencial, pusieron de manifiesto una crisis de legitimidad que venía de varios años atrás y que tenía su origen en la falta de
representatividad del conjunto de las organizaciones partidistas ante la nueva realidad nacional. En tanto el país vivía diversas convulsiones de carácter social y político, principalmente en los ámbitos
campesino, sindical y estudiantil, la lucha electoral no las reflejaba en modo alguno. Entonces resultó evidente que el sistema de partidos le quedaba chico al país, al no ser capaz de expresar la pluralidad emergente de la sociedad
mexicana.
Dicha crisis de representatividad fue una de las causas que explicaron la Reforma Política de 1977-1978. A través de ella el Gobierno Federal buscó cumplir varios objetivos, siendo uno relevante el de contribuir a la
formación de un nuevo sistema de partidos, con fundamento en modificaciones constitucionales y legales orientadas a tal cometido. De manera especial vale mencionar la ‘constitucionalización’ de los propios partidos
políticos y la adopción de un sistema electoral mixto para la integración de la Cámara de Diputados, que introdujo en México el principio de representación proporcional a fin de facilitar el acceso a este
órgano del Estado a distintas fuerzas que no estaban en condiciones de ganar en los distritos con elección basada en la mayoría de votos.
Probada esa legislación en los comicios de 1979, a partir de entonces se ha venido conformando un nuevo sistema de partidos, caracterizado hasta ahora por la inestabilidad en el número y en los elementos que lo integran, a tal punto
que desde ese año hasta el 2000 no hemos tenido dos elecciones federales sucesivas con la misma cantidad y los mismos partidos políticos contendientes, por lo menos en lo que atañe a las organizaciones con menor peso electoral.
Nuevos partidos con registro, pérdida del mismo por otros al no alcanzar el mínimo de votos exigido por la ley, fusiones y cambios de nombres, han contribuido en conjunto a que ahora el sistema de partidos sí esté
reflejando la movilidad política de los mexicanos durante los años de la transición democrática.
Con todo, aún en medio de la inestabilidad numérica, desde 1989 se inició un proceso que ha venido prefigurando un sistema de partidos con tres organizaciones destacadas sobre las demás: los ya para entonces longevos PRI
y PAN, así como el Partido de la Revolución Democrática (PRD), fundado precisamente el 5 de mayo de ese año, por la confluencia de dos fuerzas políticas: la que provenía del antiguo PCM, y sus herederos el
Partido Socialista Unificado de México (PSUM) y el Partido Mexicano Socialista (PMS), que aportó el registro legal; y la que constituía la Corriente Democrática surgida de una importante ruptura priísta.
Si bien en los comicios a nivel nacional ha oscilado el peso específico de cada uno de los tres partidos referidos, y con frecuencia el análisis desagregado de los resultados electorales pone de manifiesto más bien un
bipartidismo galopante en algunas entidades federativas, puede afirmarse sin embargo que en México el sistema de partidos ha evolucionado desde uno con partido hegemónico hasta otro de creciente competitividad. En tal sentido, la
alternancia en la Presidencia de la República ha sido la culminación de un proceso que incluye correlaciones de fuerzas partidistas diferenciadas en las Cámaras del Congreso de la Unión, los congresos locales, la
Asamblea Legislativa del Distrito Federal, las gubernaturas de los Estados, la Jefatura de Gobierno de la capital de la República, los ayuntamientos en los municipios de todo el país y las delegaciones en la propia sede de los Poderes
de la Unión.
Completan el espectro partidista de México en esta hora, otras cinco organizaciones con registro legal y presencia en el Congreso de la Unión: el Partido del Trabajo (PT), el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), el
Partido Convergencia por la Democracia (PCD), el Partido Acción Social (PAS) y el Partido de la Sociedad Nacionalista (PSN). Es de mencionarse también, aunque sea de paso, que otras diez organizaciones están en espera de su
registro legal como partidos políticos nacionales por parte del Instituto Federal Electoral, una vez que éste concluya la revisión y valoración de los documentos y actos que presuntamente dan cuenta del cumplimiento de
los requisitos establecidos por la legislación vigente en la materia.
Actores del cambio político en México, los tres principales partidos nacionales, en términos de fuerza electoral y representación parlamentaria, enfrentan hoy el reto de procesar con éxito sus propias reformas
internas ante la nueva realidad que han contribuido a construir. En la actual coyuntura, signada por la ya mencionada alternancia en la titularidad del Ejecutivo Federal y la falta de mayorías preconstituidas en las Cámaras del
Congreso, el PAN y el PRI tienen que asumir con claridad sus nuevos y diferentes roles: el primero de ellos como gobierno; y el segundo, como oposición. A su vez, el PRD debe encarar a un nuevo partido al frente del Ejecutivo Federal y la
pérdida de posición relativa por lo que hace a su fuerza legislativa.
Mucho se ha venido avanzando por los tres partidos en sus respectivas transiciones durante la gestión gubernamental del Presidente Vicente Fox. No obstante la trascendencia que han tenido las modificaciones a los Documentos Básicos de
cada uno de ellos, lo más importante, operativamente hablando, acaba de ocurrir.
Entre el 24 de febrero y el 17 de marzo, el PRI, el PAN y el PRD, culminaron sus correspondientes procesos internos para la renovación de sus dirigencias. Quiso la coincidencia que en un breve plazo de tres semanas, estas tres formaciones
políticas concluyeran un profundo reacomodo de fuerzas a su interior, apenas a un año y medio de las ya históricas elecciones del 2 de julio del 2000.
De cierto modo, los tres partidos han cumplido una cita con la historia, que tendrá importantes repercusiones en la evolución de cada uno de ellos considerado en sí mismo, y también en sus interrelaciones como elementos
del sistema de partidos y protagonistas fundamentales del proceso político del país.
En el caso del PRI, se decidió acudir a un método de elección directa de los dirigentes, que permitió participar a militantes y simpatizantes. Dicha decisión supuestamente obedeció a la necesidad de
legitimar plenamente a la nueva dirigencia ante la comunidad nacional, aunque tampoco puede eludirse el hecho cierto de que a sus 73 años el PRI no cuenta con un padrón confiable sobre sus afiliados.
El proceso interno priísta reportó como aspecto positivo la participación de más de tres millones de ciudadanos, aún cuando la reaparición de prácticas primitivas en el quehacer electoral,
denunciadas por los propios partidarios de las fórmulas contendientes, echó por tierra el objetivo buscado de legitimación.
Al respecto, puede afirmarse que la elección priísta dejó un saldo desfavorable expresado, hacia dentro, en una unidad y cohesión sumamente frágiles que requerirán mucho más que de una simple
‘operación cicatriz’ para ser remontadas y, hacia fuera, el descrédito del partido, el cual resultó afectado en su credibilidad acerca de la vocación y capacidad para renovarse democráticamente en una
nueva etapa del desarrollo político de la nación.
Con apenas 1.7% de diferencia sobre la votación de su competidora, Roberto Madrazo agregó un ‘triunfo’ cuestionado a su trayectoria ya de por sí sumamente controvertida. Se trata de un dirigente vulnerable en su
condición de interlocutor frente al Gobierno Federal y las otras fuerzas políticas partidistas.
Por lo que se refiere al PAN, fue el único de los tres partidos que hizo recaer la renovación de su dirigencia en un método indirecto de democracia representativa, el cual se concretó según sus Estatutos en una
elección a cargo de los 277 integrantes del Consejo Nacional, debiéndose declarar triunfador al candidato que obtenga las dos terceras partes de la votación en tantas rondas como sea necesario. El panismo no modificó en
modo alguno el procedimiento para seleccionar a su dirigente, independientemente del crecimiento de su militancia y de su nueva condición como partido gobernante.
No obstante ello, la elección panista no reportó irregularidad alguna y se desahogó en una sola votación, debido al compromiso asumido por los contendientes en el sentido de que retiraría su candidatura quien
obtuviera menos votos a su favor en la primera ronda. La única inconformidad expresada tuvo que ver con el reclamo de que en la integración del Comité Nacional el dirigente reelecto Luis Felipe Bravo Mena no había
incorporado en proporción justa a los partidarios de su contendiente.
Los asuntos en torno a los cuales giró el proceso interno panista fueron el ya recurrente sobre las relaciones del partido con el Gobierno Federal y particularmente con el Presidente Fox, así como la caída de la votación
durante los últimos comicios en los que ha participado el PAN en las entidades federativas.
En muchos ámbitos de análisis político se tuvo la percepción de que la reelección del dirigente panista había significado una derrota para los grupos más proclives a estrechar los vínculos con
el gobierno foxista, a la vez que representaba la continuación del ‘statu quo’ en la forma cómo se han conducido hasta ahora dichos vínculos.
El PRD celebró su elección el domingo 17 de marzo, habiendo incluido, además de la del Presidente y Secretario General de su Comité Ejecutivo Nacional, la selección de 60 mil directivos de comités de base,
2 mil dirigencias municipales, 1 mil 92 delegados al Congreso Nacional, 200 consejeros nacionales y 64 dirigentes de entidades federativas. En este caso se acudió también a una elección directa pero, a diferencia de la del PRI,
estuvo abierta solamente a los militantes registrados en el padrón correspondiente, el cual totaliza un poco más de 4 millones de perredistas.
El desenlace de este proceso también dejó mucho que desear, porque si bien originalmente se dio a conocer el triunfo de la fórmula encabezada por Rosario Robles e Higinio Martínez, con la aceptación por parte de
la fórmula rival de que las tendencias no le eran favorables, posteriormente se reportaron fallas graves en la organización comicial y prácticas indebidas en el quehacer electoral y la realización de los cómputos.
Todo ello prolongó excesivamente la difusión sobre los resultados definitivos, habiendo estado presente en todo tiempo el riesgo de que la elección fuera anulada por no haberse instalado el 20% de las mesas receptoras de votos,
situación que finalmente no se presentó. Asimismo el resultado final reportó que conforme a la proporción de los mismos entre las dos fórmulas contendientes, según disponen los Estatutos, la
Secretaría General le correspondería a quienes ocuparon el segundo lugar en los comicios.
De una y otra parte se ha exigido que durante el tiempo disponible para la etapa contenciosa del proceso se ‘limpie’ la elección por las irregularidades cometidas, las cuales han dejado insatisfechos a muchos grupos locales sobre
los resultados en los otros niveles de la dirigencia; obligaron a la anulación de los comicios en diversos Estados y municipios; y llevaron a suspender los derechos de varios militantes por su participación en actos indebidos.
El debate perredista se centró en la necesidad de dejar atrás actitudes dogmáticas en lo programático, caudillismo y comportamientos tribales en lo organizativo, así como posiciones inflexibles en el
diálogo y la construcción de acuerdos con las otras fuerzas políticas y el Gobierno Federal.
Vistas en conjunto, las tres elecciones no pusieron de manifiesto que hayan servido para procesar debidamente las diferencias internas que las precedían, razón por la cual en mayor o menor grado resultó afectada la unidad en
cada uno de los partidos, aunque hasta ahora tampoco se hayan registrado abiertamente rupturas graves. De otra parte, por el peso específico de tales diferencias internas, ninguna de las tres organizaciones políticas puso en el centro
del debate la atención de las demandas sentidas de la sociedad mexicana y mucho menos las propuestas sobre las reformas de fondo que exige el desarrollo nacional.
Quizás sea prematuro pronosticar el rumbo que tome la dinámica de las relaciones entre los partidos en el marco del sistema que integran. A título de orientación valdría la pena tomar en cuenta lo que Giovanni
Sartori ha escrito sobre las dinámicas posibles de establecerse en los sistemas pluripartidistas, con tres o más organizaciones relevantes para el proceso político: en el pluripartidismo ‘moderado’ dos partidos se
ponen de acuerdo para cogobernar y el tercero o los demás se oponen, generando una relación bipolar gobierno-oposición que produce gobernabilidad. En el pluripartidismo ‘polarizado’, advierte dos posibilidades: 1)
que dos o más partidos acuerden obstruir sistemáticamente al que gobierna, generando desencuentros tales que desembocan en la ingobernabilidad; y 2) que ninguno de los partidos relevantes construya con los otros acuerdos perdurables,
lo que puede traducirse en relaciones caracterizadas por la ingobernabilidad, y aún proclives a la anarquía, las cuales sólo permitan establecer arreglos coyunturales entre actores políticos diferentes cada vez, apenas
útiles para preservar lo más elemental de la convivencia colectiva.
De lo que puede preverse con cierto grado de factibilidad, derivado de la renovación de las dirigencias, es que de entrada se dificultarán los entendimientos a nivel partido entre el PRI y el PRD, sin menoscabo alguno de lo que sus
respectivos grupos parlamentarios logren acordar en el ámbito legislativo, donde ya se aprecian señales de acuerdo sobre la reforma eléctrica, por sólo citar el ejemplo de un asunto trascendente para el Gobierno Federal.
Teóricamente el desencuentro PRI-PRD -derivado en parte de la polarización de la lucha política entre ambos partidos en Tabasco-, habrá de beneficiar al PAN y al Gobierno del Presidente Fox, en la medida misma que sus
dos principales opositores no se alíen entre ellos y sí lo hagan con el partido en el poder. Sin embargo, para que ello ocurra se deberán dar otras condiciones, tales como que el Presidente de la República no dé
marcha atrás en forma unilateral a los acuerdos construidos (como sucedió en el caso del gravamen a la fructosa); que el propio Presidente y su partido puedan finalmente presentar un frente unido y estable en las negociaciones; que la
dirigencia priísta acredite su condición de interlocutor válido ante el Gobierno y el PAN por el debido respaldo y consentimiento de sus órganos de dirección y grupos parlamentarios, así como de otros
factores reales de poder a su interior; o que el PRD no condicione un acuerdo de largo aliento al abandono por el Gobierno de la política económica ‘neoliberal’, donde el margen de maniobra es reducido.
Todo ello a partir de que se superen otros asuntos motivo de desencuentros, así como del análisis en sus términos, de cada una de las iniciativas que presenten el Ejecutivo Federal y su partido.
Como puede advertirse, el camino por recorrer para que el sistema de partidos genere gobernabilidad es largo y está lleno de riesgos y acechanzas, los cuales pueden multiplicarse hasta el punto de hacerlo intransitable, máxime cuando
ya están en el horizonte las elecciones del 2003 para renovar 6 gubernaturas y la Cámara de Diputados Federales.
Si con don Jesús Reyes Heroles todos los actores tienen presente que “en la democracia los partidos son para la nación y no la nación para los partidos”, se podrán superar muchos obstáculos en bien de
México. De no ser así, la restauración autoritaria será una tentación para muchos que, por las insuficiencias y deficiencias de los protagonistas del momento actual, ya le empiezan a ver muchos peros a la
democracia misma.
|